jueves, 3 de enero de 2008

ARTIGAS (cuento)

Después del Congreso de Periodismo en Brasil, Roberto Artigas regresó a la capital de Córdoba. En el aeropuerto lo esperaban su esposa y sus dos hijas. Sonrieron cuando lo vieron bajar del avión y le gritaron entusiasmadas desde el mirador. En la casa, Roberto le comentó a su esposa que el Congreso lo había extenuado.
-El director del periódico me pidió que cubra la visita del presidente en el interior. He pensado en irme mañana, así aprovecho para descansar.
Roberto no se animaba a decirle que deseaba estar solo y que el matrimonio lo estaba ahogando. Pensó que debía apartarse unos días y creía que entregarse a la lectura e intentar escribir unos versos lo harían sentirse mejor. La poesía había sido su gran frustración desde que trabajaba en el periódico.
Voy a extrañar a mis hijas pero sé que mi esposa las cuidará, pensó. Ya en el ómnibus, sintió que la ausencia infinita le inspiraba los versos anhelados. Al llegar a la terminal, decidió instalarse en el campo. Tres horas a caballo lo dejaron en la estancia de Don Florencio.
Aquí corrió Lugones cuando era niño, pensó. Sus versos nacieron aquí. Ojalá pudiera escribir algo que heredara la potencia de Lugones. Su fervor por la espada, el amor, las mujeres y el suicidio tienen el olor del río. La poesía es lo que necesito. La poesía es la mujer que me hace falta.
Llevaba muy poca ropa, el pantalón, la camisa azul, los anteojos oscuros, El banquero anarquista de Pessoa, la colección de poemas de Thomas Eliot y las hojas blancas para escribir.
Roberto golpeó las manos al llegar a la estancia de Don Florencio.
-Qué sorpresa mijo- dijo el viejo y lo abrazó-. Hacía años que no te veía.
-Ya no vengo para acá. Trabajo en un periódico de Córdoba y no me queda tiempo.
-¿Y hasta cuándo te quedás?
-Me voy a quedar dos semanas nada más- dijo Roberto-. Vengo a cubrir la visita del presidente. Me enviaron del periódico.
-La visita se va a demorar- dijo el viejo, mientras caminaban por el patio amplio de la estancia.
Al principio Artigas se fastidió por la demora del presidente. Aunque había vivido toda su infancia en el pueblo, se había desacostumbrado. Pero después de unas tardes en el lugar, se recuperó.
-Tengo que viajar mañana a Buenos Aires- dijo Don Florencio-. La casa queda en tus manos. Ahora que te veo grande me hacés acordar a tu viejo con ese porte de anarquista del 30.
-No se preocupe- dijo Roberto y bajó su cara. Quería evitar cualquier comentario sobre el parecido con su padre-. Ni bien termine mi trabajo, me vuelvo para Córdoba.
Roberto Artigas era un hombre alto y con bigotes, entrañable y simpático; siempre vestía con elegancia. El campo, sin embargo, le permitió el short y andar descalzo. Por la noche refrescó y él leyó los cuartetos de Eliot bajo el árbol de la casa. Había olvidado la ansiedad. Ahora se detenía en los versos y en la noche. El foco solitario y el libro brillaron en la llanura.
A la mañana siguiente paseó entre las vacas con el libro en la mano. Repetía los versos en voz alta. Despistado, pisó estiércol y no renegó. Sí lo hizo con Eliot; no aguantaba más.
Lugones desaprobaría estos poemas, pensó. Los versos son abstractos y pretenciosos. Leeré la novela de Pessoa. Tal vez me inspire. El aire del sur de Córdoba está contaminado por la tierra seca del río.
A la novela del portugués la devoró en unas pocas horas. Tuvo que retomar los versos conceptuales del poeta inglés. Caminaba por el costado del río y leía con notable desgana las líneas de las páginas. Acaso como sintieron todos los poetas alguna vez, creyó que el verso nacería del tráfico con los árboles y con el agua silenciosa de la siesta. Repitió el camino durante las tardes bajo el sol pero sus poemas no salieron.

Después de una semana se fue al pueblo. Lo encontró confuso y otro. Hacía muchos años que no regresaba. Sólo recordaba el almacén de la esquina, la catedral colonial, el banco gastado en el que conoció a su primera novia. El pueblo suyo no era el que iba a recibir al presidente. Esta constatación lo molestó un poco pero después aceptó el paso del tiempo y empezó a saludar a los desconocidos. Ingresó al almacén. No lo identificaron. Miró hacia todas las direcciones, desconfiado. Dos hombres se rieron en el fondo. Sintió bronca pero después se calmó. Pidió la sal que no tenía, la yerba mate y salió del almacén.
Pensó que era mejor que no lo reconocieran. Pero cerca de la mitad de la calle alguien le habló. Era Julián, el más entrañable amigo de la infancia. Artigas miró hacia delante y se hizo de no escucharlo. Julián insistió y lo alcanzó.
Tomaron cerveza en un kiosco y añoraron los años lejanos. Oscureció. Artigas volvió solo a la estancia. Julián quiso acompañarlo pero él argumentó que necesitaba la soledad. Dijo que debía terminar un artículo para el periódico.
La mañana de la llegada del presidente lo encontró cortando las espinas de las rosas. Su esposa estaría pensando en él y en el trabajo y las hijas estarían durmiendo. No había podido hablar por teléfono. No quería, en realidad. Pensó, nuevamente, que la soledad era lo mejor. Ya cerca del mediodía, tranquilo, se colocó la identificación de periodista en el corazón. Cargó lentamente su grabador, miró al horizonte cercano y suspiró. Debía llegar al final del acto para entrevistar al magistrado.
La pequeña y limpia plaza del pueblo estaba colmada. Roberto Artigas miró hacia todos lados y no lo vio. La multitud bulliciosa lo ocultaba. En un pueblo del interior, un presidente no tiene guardaespaldas, pensó. Una mujer ociosa le indicó con el dedo las escaleras. El presidente pisó el último escalón. Súbitamente, Artigas sacó el revolver. Disparó.
El hombre murmuró en el suelo y nadie escuchó las palabras.

EL GORDO (capítulo de una novela)

Después de ver una película con sus alumnos en el Festival de Cine, el profesor Serna se encontró, prácticamente en secreto, con Edgardo Berg. Lo había conocido en un Congreso al que había acompañado a su novia en Rosario. Su novia es profesora de letras y Edgardo enseña literatura argentina en la Universidad de Mar del Plata y ama el cine como un condenado. Por teléfono habían arreglado encontrarse frente a la Bristol, al lado del casino.
Serna lo esperó cerca de media hora. Berg llegó apurado, como si estuviera preocupado por algo inconfesable. Tenía un sobretodo color café y unos zapatos oscuros. No lo usaba por el frío, le explicó después, sino por el efecto pernicioso del viento que viene del mar.
-Dónde vamos- fue lo primero que dijo Serna.
-Hagamos una cosa- dijo Edgardo-, vamos primero a la Güemes y después venimos de vuelta para acá. Te quiero presentar a un amigo.
Serna no entendía mucho la vuelta que quería dar Edgardo, pero como era un extraño en una ciudad desconocida no tenía más remedio que aceptar las recomendaciones de un viejo topo frecuentador de su cueva.
-Qué hay en la Güemes- preguntó Serna.
-Ya vas a ver. Una serie de boliches y al final de la calle, escondida entre los árboles, está Sibelius. Sibelius es como un oasis para mí. Ya sé, acá no hay desierto. Es solo una metáfora.
Serna escuchaba. Aunque se habían visto muy pocas veces en encuentros breves y casuales, sentía que lo conocía desde hacía muchos años. Hay muchas formas de conocer a un hombre pero hay una que es indestructible porque la pasión une no por la frecuencia sino por el corazón. Con Edgardo Berg vivía esa curiosa experiencia que se siente ante personas con las que se ha vivido la infancia y se ha dejado de verlas en el resto de la vida y se las encuentra en una ciudad perdida sólo por unos segundos. Así estaba Serna, en la ciudad del mar, en una tarde fresca de marzo, caminando con el profesor Edgardo Berg.
-¿Qué es Sibelius?- preguntó Serna.
-Una librería que vende discos.
-Qué interesante combinación. ¿Y qué música?
-De todo. Jazz, tango, rock, del mejor.
-¡De todo!, exclamó Serna-. Esperá. ¿Tienen clásica contemporánea?
-Sí, claro. Tienen joyitas.
-¿Como qué?
-Como Glass, Reich y Eisler. ¿Escuchaste Eisler?
-Escuché y leí- dijo Serna con orgullo-. Está el libro que escribió con Adorno sobre la música de cine.
-Tenés razón- dijo Edgardo-. Pero no lo leí.
-No te perdés de mucho.
-Pará- dijo-. Adorno es uno de mis filósofos preferidos.
-No digo nada de Adorno, lo digo por Eisler- aclaró para tranquilizarlo.
-Ajá- contestó el otro.
-Me decías de la música- retomó Serna.
-¿Qué buscás?
-Busco una obrita póstuma de Beethoven. Es para un amigo en Tucumán.
Revolvieron las bateas de Sibelius. No encontraron la obrita de Beethoven. Salieron raudamente y emprendieron el regreso al centro.
-¿Vamos por la costa?- preguntó Edgardo.
-Vamos.
A la altura de Las Toscas, Serna le preguntó por el casino. Edgardo no le contestó. Parecía que no había escuchado o que no había querido escuchar. Señaló una torre y habló del dinero sucio que habían invertido los militares para que Mar del Plata se convirtiera en la ciudad feliz. El viento helado tapaba los orificios de la nariz de Serna. Ahora entendía la función del viejo sobretodo color café. Había oscurecido. La espuma de las olas se estremecía en las rocas por enésima vez. Miró hacia el mar y se estremeció. Un vacío oscuro había sustituido el grácil celeste del agua durante la tarde. Ya cerca de la Bristol, azuzado por el viento, se acordó del amigo de Berg.
-¿Cómo se llama tu amigo?- dijo Serna.
-Te voy a presentar a mi mejor amigo en la ciudad. Mi único amigo, en realidad.
Edgardo hizo un silencio. Se puso una mano cerca de la boca y señaló las líneas blancas para cruzar la calle.
-Se llama Carlos Escudero. Durante toda su vida trabajó en el casino. Durante todas las noches de su vida miró las malditas fichas. Es un tipo grande ya, pero piensa como un vanguardista, como un joven que acaba de descubrir la nouvelle vague. Es un tipo genial. Tuvo una sola mujer, Luciana. Pero desde que ella murió deambula solo por la costa con un cigarrillo colgando de su boca como un sonámbulo por las noches de neblina. Si esto fuera Londres y yo fuera inglés, te diría que Carlos es una especie de William Turner que ha abandonado la pintura.
-¿Pintaba?
-No. Pasaba películas.
-¿Y entonces?- preguntó Serna.
-Yo le digo William Turner por su obsesión por la luz y por la neblina, nada más.
-Ajá.
-Antes de que muera Luciana, pasaba películas en un tugurio de La Perla. Todo lo que sé de cine lo aprendí con él- dijo Edgardo con un tono de alegría y reconocimiento-. Lo esperemos en la puerta del casino- dijo Edgardo.
-Ok.
Pasaron unos minutos.
-Qué raro.
-Qué pasa- preguntó Serna.
-Se está demorando.
Berg estaba ansioso y para mejorar la espera empezó a hablar de su amigo.
-Carlos me contó que una de esas largas noches en el casino conoció a Cooke.
-¿A quién?
-A Cooke, John William Cooke.
-Ah.
-Dice que el gordo venía todos los fines de semana a Mar del Plata.
-¿A qué?- preguntó Serna.
-Era un jugador compulsivo. Dice que apareció una noche, solo, con la panza enorme. Caminaba con dificultad, miraba a todos lados y saludaba al que se le cruzaba. Esa noche se acercó a la barra y sacó un cigarro negro.
-Un habano.
-Exactamente. Sacó un habano y con la gracia de un dandy sudamericano pidió un whisky. Cómo tomaba whisky el gordo. Whisky y cocaína: un cóctel perfecto. Esa noche jugó un poco y se esfumó temprano. Se fue al hotel y no volvió hasta el próximo fin de semana. Y a partir de esa noche se repitió la visita. Después de un par de fines de semana todos lo conocían, hasta lo esperaban. Si no venía, los empleados del casino se preguntaban por qué no había venido. Dice que a veces aparecía con los amigos. Y chupaban toda la noche y jugaban y después se iban con las minas fáciles del casino. Un día el gordo vino con mucha guita. Parece que había cobrado por esos días. Jugó toda la noche y perdió hasta el último centavo. Pidió fiado. Sólo por que sos vos, dijo el gerente. Y le fiaron. Y el gordo comenzó a sudar y perdió todo de nuevo. Después se escondió en el cuarto interno. El gordo se daba fuerte con la cocaína. Era un cuarto preparado para los arreglos, los quilombos y las coimas. Todos los casinos lo tienen. Y el gordo volvió mareado, con los ojos perdidos, parecía un elefante con sueño. Esa noche lo vinieron a buscar. Dicen que mandaron gente del gobierno. Aparecieron dos matones como a las seis de la mañana. El gordo estaba tirado en un sillón, drogado y dormido. Se lo llevaron en andas. El gordo decía frases inconexas y movía los brazos en el aire con los ojos cerrados, no se le entendía nada. Y los tipos lo cargaron en un falcon negro y se lo llevaron.
A partir de esa noche el gordo desapareció por unos años. Dicen que Perón lo conminó: o dejás de ir o te vas del partido. Y el gordo entendió que no debía venir a Mardel. Pero la promesa duró sólo un tiempo. A los dos años volvió, un poco arruinado, con mucha guita. Se apareció con dos amigotes y se tomaron todo y se jugaron todo. Por supuesto que el gordo después pasó al cuarto interno del casino y se dio con lo que tenía. Y así unas semanas hasta que despareció de nuevo.
Edgardo hizo una pausa, miró hacia la plaza Colón y se pasó la mano por la quijada.
-Qué raro que no venga- dijo-. ¿No le habrá pasado algo?
Mientras Edgardo hablaba, vieron cruzar por el centro de la plaza a dos hombres estrafalarios con sombreros grandes que parecían mexicanos. La aparición de los turistas los distrajo por un momento.
-Mirá Arturo- retomó Edgardo-, aquí viene de todo: yanquis despistados, mexicanos que creen que esto es un Acapulco argentino, alemanes de clase media, artesanos que buscan el mango. Desde los lustrabotas hasta los ricachones pasan por aquí. Mar del Plata es la casa de los que vienen a revolcarse con una puta o a gastarse la guita en el casino. Creen que en una noche el casino puede cambiar su vida. Carlos siempre decía que la guita es el símbolo de Mardel. Todo el mundo viene por guita aquí. Mardel es una especie de Cuba para los porteños. Lo único que tienen en la cabeza es la guita y las putas. Por la noche se van con una mina y a la mañana caminan por la playa con la esposa y los hijos. Y además, los porteños creen que Mardel se termina en la Bristol.
Edgardo se calló. Serna le propuso que fueran hasta un café del frente. Y Edgardo dijo que si su amigo venía no los iba a encontrar.
-Bueno, dijo Serna. Entonces sigamos acá.
Hacía media hora que estaban parados en la puerta del casino. Las tenues luces de la plaza parecían mínimas luciérnagas. Edgardo estaba un poco incómodo y golpeaba su pierna con un dedo, rítmicamente.
-¿Y qué pasó con Cooke?- dijo Serna para aliviar la tensión.
El gordo no volvió más a Mardel. Después que murió, Carlos se enteró de que el gordo viajaba a un hotel de Pocitos, en Uruguay. Dicen que iba a darse con cocaína. Y la última vez que fue el dueño del hotel no estaba. Y dicen que ese día escribió unas líneas. En medio del éxtasis y de la locura se sentó en la habitación del hotel y escribió unas líneas. Imagináte, la mesa, la cocaína tirada sobre la mesa, el silencio enloquecedor de la mañana, el tipo solo, el cáncer ya le quemaba los huesos, ¿qué otra cosa podía hacer el tipo? Nada -dijo Edgardo- nada. Se daba con la cocaína y volaba el gordo, el sueño de todo gordo, ¿no? - bromeó Edgardo-, volar, el gordo volaba con la cocaína y enloquecía, aunque sea por una hora el gordo enloquecía y tomó el papel y escribió unas líneas. El peronismo es un gigante invertebrado y miope, escribió. Son las últimas palabras del gordo. El tipo está solo y escribe con unas líneas de cocaína en la panza y en el cerebro. El tipo escribe las últimas líneas para el peronismo. Qué final, loco, qué final para el gordo.
-Un final de película- dijo Serna.
-Sí, como en un policial negro- agregó Edgardo.

Carlos Escudero no vino. Edgardo bufó y despotricó contra su amigo ausente. Atrás, la noche se coló entre los edificios de la ciudad. Caminaron hacia la costa y vieron los vagos reflejos de la luna en el agua oscura. Se despidieron. Edgardo le dijo que se encontraran otro día. Serna asintió y se quedó con las ganas de conocer al hombre que había visto, en las noches pasadas del casino, a John William Cooke.

EL LENGUAJE SEGÚN ORSON WELLES

Hollywood no está mal, son las películas de Hollywood
las que están mal.
Orson Welles

Citizen Kane

Entre tinieblas, una mansión inmensa se eleva en la montaña. Los carteles avasallan, las sombras intimidan y la voluptuosa reja impide el paso a cualquier transeúnte despistado. En el interior de la casa, un hombre, que acaso respira con dificultad, es asistido por una enfermera. Las luces de la casa se apagan. Antes del fin, el hombre, sin que podamos ver su cara, dice una palabra imposible, utópica, indescifrable: rosebud.
Este es el comienzo de la película Citizen Kane. Welles fue el único que pudo concitar la atención de los estudios de Hollywood con un proyecto ambicioso que rozó, desde sus inicios, la megalomanía y el fracaso. Welles fue el único que pudo rodar la historia de un hombre que sintetiza el éxito personal y la ruina, el poder y la caída, el sueño americano y el desprecio del sueño, la ilusión y la muerte misteriosa[1]. Welles rodó una historia compacta, realista, fantástica, innovadora y cruel. Acaso estos rasgos disímiles justifiquen su ingreso en la galería de la historia.
El hombre que sabía demasiado

Como sabemos, Orson Welles fue un personaje múltiple que encarnó, como pocos, los hábitos de Proteo. Fue director de teatro y de cine, guionista, escritor, actor y escenógrafo. Cautivó, como nadie, el sistema cerrado y conservador de Hollywood con su película Citizen Kane: narró la vida de un millonario que todavía vivía cuando se filmó la película.[2]
La estética[3] de Welles oscila entre la megalomanía, el amor desenfrenado por Shakespeare, el manierismo ultrapersonal, el cálculo obsesivo de la imagen y las escenografías grandilocuentes[4]. Para un autor que posee un espíritu barroco casi como un instinto, la realidad es menos una certeza que un secreto. El mundo tiene la forma de un laberinto y no de un desierto o de una pizarra clara y distinta.
En sus películas combinó espejos, profundidad de campo, ángulos exagerados, espacio abierto, una versión del claroscuro, laberintos visuales, personajes deformes, teatralidad, luces falsas, sombras invasivas, expresionismo, edificios monumentales, la repetición de formas como una manía y una concepción de la sociedad y del lenguaje. Hacia 1940, al rodar Citizen Kane, además de narrar la historia de Charles Foster Kane con un montaje osado y de inscribir la historia en una combinación extraña del policial blanco y negro, lanzó, en los metrajes extensos de la película, una teoría del lenguaje. Hacia el final, Thompson dice: una palabra no puede explicar la vida de un hombre[5].
El investigador no postula que el lenguaje condense o agote lo real. La palabra no es la cifra sino la opaca versión de los hechos indescifrables de la compleja y vertiginosa vida de Kane.

El ciudadano y el policial

La historia, que es pródiga en invenciones, nos ha entregado dos variantes del género policial[6]. Esas versiones o distorsiones se han iniciado en la literatura pero rápidamente han sido captadas por la industria cinematográfica. Las variantes del policial son, como se sabe, el blanco y el negro[7]. Tradicionalmente se ha visto en el policial blanco una estética racionalista y, en el policial negro, una ética del capitalismo. Pero, ¿qué filosofía del lenguaje proponen las versiones del policial?

El blanco[8]

1) El policial inglés (que curiosamente fue inventado por el norteamericano Edgar Allan Poe[9]) profesa una poética esteticista, o sea, una estética menos interesada por la realidad social que por las construcciones de la razón o del lenguaje literario. Sin embargo, la teoría del lenguaje de la novela blanca es realista. Es decir, el detective Sherlock Holmes cree que la razón puede alcanzar la verdad. Los detectives de la novela blanca están convencidos de la capacidad racional del hombre para descubrir la verdad. El hombre, sostiene un investigador de la novela blanca, puede, a través de sus deducciones, atrapar la esencia de lo real. La realidad posee una estructura lógica o racional y el detective busca develar el secreto.

El negro[10]

2) El policial negro norteamericano muestra una estética realista, una poética asociada a los hechos y a la realidad social. Pero contrariamente a sus supuestos poéticos, su teoría del lenguaje no es realista sino escéptica (o cínica). Los personajes de la novela negra no creen en la transparencia de los hechos o en la claridad de la realidad. Más bien creen que el lenguaje, las pistas, las huellas o las investigaciones no agotan lo real. Para un policía o para un ladrón del policial negro, el secreto del crimen siempre queda abierto y la cadena del crimen se bifurca de manera insospechada.
Peor aún: la lógica del crimen escapa a la lógica racional. La esencia de la realidad criminal no puede ser captada por el lenguaje ni por la razón humana. La novela negra dice: el hombre ha creado el sistema social que lo condena a repetir un misterioso ciclo de horror y muerte. Los crímenes serán descifrados pero el problema fundamental quedará sin resolverse. Hay algunas pistas ciertas pero el conflicto subterráneo permanecerá.
¿Qué tipo de policial propone El ciudadano Kane de Welles?
Welles toma del policial blanco la investigación del enigma. Thompson se ocupa, acaso como un Holmes menor y desencajado, de indagar en las pocas pistas la vida de Kane. Sin embargo, la idea que Welles tiene de la realidad y de la vida no parecen coincidir con la estética del policial inglés. Contrariamente, Thompson se frustra en la investigación y lo confiesa de una manera ejemplar. En este sentido, Welles se acerca a la concepción del policial negro. Citizen Kane es, entonces, una extraña combinación del policial blanco y negro. La película mezcla las variantes del género y alcanza una narración que destruye la taxonomía. Esta situación convierte a la película en una temprana refutación de la clasificación. La teoría del lenguaje de la película no solo va más allá de la teoría del policial inglés sino que, además, exagera la teoría del policial negro. Citizen Kane lleva a un extremo nihilista[11] la teoría del policial negro. Welles propone un enigma y también niega la capacidad racional para resolver el enigma. El lenguaje no solo no puede revelar el secreto sino que nunca lo logrará.

La palabra no es la cifra

En la última secuencia de la película[12], una serie de personajes conversan en un salón poblado de objetos diversos. Kane ha muerto y su riqueza es ahora el mar de huellas de un fracaso. Uno de los hombres, Thompson, dialoga con un grupo de personas.
¿Qué es rosebud?, dice la mujer.
Fue lo que dijo cuando estaba muriendo, dice uno del grupo.
¿Alguna vez averiguaste lo que significaba?, dice otro.
No, no lo hice, dice Thompson.
¿Qué averiguaste sobre él?
No mucho, en realidad, dice Thompson.
Qué has hecho durante todo este tiempo, le recrimina.
Si descubrieras lo que significa rosebud seguro que todo se podría explicar, añade la mujer.
No, no lo creo, dice Thompson. Era un hombre que tenía todo lo que quería y que luego lo perdió.
Thompson se queda callado por un momento. Piensa lo que ha dicho y vuelve a hablar.
Quizás rosebud fue algo que no pudo obtener o algo que perdió, por lo que no habría explicado nada, dice.
Inmediatamente, Thompson agrega una frase única en la sinuosa historia del cine. Agrega, con el tono sentencioso de un aforismo, la condensación de una filosofía del lenguaje. Dice Thompson:
“No creo que una palabra pueda explicar la vida de un hombre. Supongo que rosebud es solo una pieza en un rompecabezas. Una pieza perdida.”
Mientras Thompson dice lo que dice, la cámara se aleja de la escena. Vemos, desde el lento ángulo picado, los objetos diseminados de la vida de Kane. La cámara se mueve en un travelling sutil y el plano general convierte a las huellas en minúsculas pertenencias, en figuras desperdigadas de un mundo inabarcable. Welles parece decir que esos objetos esconden un secreto. Son la cifra de la vida de Kane. Son la síntesis mezquina del fin de una vida, son la ruina de una vida exitosa que ha terminado en un fracaso. La cámara se queda en ese vasto mundo de objetos inanimados y la toma muestra la inevitable sensación de desolación.
Vuelvo a las últimas palabras del investigador. Thompson dice que una palabra no puede explicar la vida de un hombre. El lenguaje es incapaz de contener la realidad. Acaso como Kant o como Nietzsche, Thompson considera que la realidad es una equis o una cosa en sí. En la filosofía opuesta al realismo, Orson Welles sostiene que aunque se hubiera encontrado alguna pista sobre el significado de rosebud, la conexión de esa misteriosa palabra con el mundo es desconocida. Aún más: el guionista usa una metáfora reveladora. Compara a la palabra con la pieza de un rompecabezas. La palabra es la pieza; el rompecabezas es el mundo. Como el rompecabezas, la realidad misma ofrece dificultades para ser comprendida o descifrada. Y rosebud es una pieza con un agravante insalvable. La palabra que pronunció Kane (en el momento aciago) es una pieza perdida.
En la última frase de Thompson está cifrada una concepción nihilista o escéptica del lenguaje. Como un discípulo lejano del griego Gorgias, Welles sostiene: “nada es. Y si algo es, no puede ser conocido. Y si algo es y puede ser conocido, no puede ser comunicado”. O sea: si algo es, no puede ser dicho, no puede ser comunicado a través del lenguaje.
El frustrado detective Thompson ha buscado, denodadamente, descifrar la opulenta y confusa vida de Kane. ¿Y qué consiguió?
Nada.
Tal vez el encanto de la película de Welles esté asociado a la capacidad de postular un enigma y de sostener, al mismo tiempo, la teoría que niega rotundamente la resolución de ese enigma.

FABIÁN SOBERÓN

Bibliografía

Cabrera Infante, Guillermo. 1997. Arcadia todas las noches, Ed. Alfaguara: España.
Giardinelli, Mempo. 1997. El género negro, Ed. Op oloop: Córdoba.
Piglia, Ricardo. 2000. Crítica y ficción, Ed. Seix Barral: Buenos Aires.
Piglia, Ricardo. 1999. Crímenes perfectos, Ed. Planeta: Buenos Aires.
Link, Daniel. 2003. El juego de los cautos, Ed. La marca: buenos Aires.
Alsina Thevenet, Homero. 2006. Historias de películas, Ed. El cuenco de plata: Buenos Aires.
Aumont, J. y otros. 2004. Estética del cine, Ed. Paidós: Barcelona.
Gubern, Roman. 1998. Historia del cine, Ed. Lumen: Barcelona.
Borges, Jorge Luis y Bioy Casares, Adolfo. 1998. Los mejores cuentos policiales, Ed. Emecé: Buenos Aires.
Gamerro, Carlos. 2006. El nacimiento de la literatura argentina y otros ensayos, Ed Norma: Buenos Aires.
Platón. 1985. Gorgias, Ed. Aguilar: España.
Protágoras-Gorgias. 1980. Fragmentos y testimonios, Ed. Orbis: España.


[1] Cabrera Infante escribió el mejor ensayo sobre Citizen Kane. Anotó: “El ciudadano es un paradigma de esta ambigüedad creadora: en ciento diecinueve minutos de narración cinematográfica es a la vez una apología de un capitalista y una diatriba contra el capitalismo… una defensa del individuo y un ataque a la egolatría, un canto a la libre empresa y un réquiem para el último magnate, una loa a la libertad de prensa y una explicación detallada de que esa rara avis jamás existió”. Cabrera Infante, Guillermo. 1997. Arcadia todas las noches, Ed. Alfaguara: España.
[2] Alsina Thevenet. 2006. Historias de películas, Ed. El cuenco de plata: Buenos Aires.
[3] Aumont, J. y otros. 2004. Estética del cine, Ed. Paidós: Barcelona.
[4] Para considerar solo un ejemplo de la originalidad de la estética de Welles ver, o volver a ver, la secuencia inicial de Sed de mal.
[5] Esta maravillosa frase es dicha por Thompson en la última secuencia de la película.
[6] A propósito de esta distinción, Piglia ha escrito un ensayo memorable en Crítica y ficción. Piglia, Ricardo. 2000. Crítica y ficción, Ed. Seix Barral: Buenos Aires.
[7] Tal vez esta clasificación haya sido funcional en los comienzos del género. En nuestros tiempos, la taxonomía resulta arbitraria. La película de Welles excede esta división y la supera.
[8] Uso el adjetivo blanco en clara oposición al adjetivo negro, adjetivo asociado al policial norteamericano.
[9] En la Argentina, Borges y Bioy Casares escribieron una apología del cuento policial inglés y rechazaron, sutilmente, la variante negra: “Es curioso observar que en su país de origen, el género progresivamente se aparta de su modelo intelectual que proponen las páginas de Poe y tiende a la violencia de lo erótico y de lo sanguinario”. Borges, Jorge Luis y Bioy Casares, Adolfo. 1998. Los mejores cuentos policiales, Ed. Emecé: Buenos Aires.
[10] Mempo Giardinelli ha realizado un estudio minucioso de los orígenes y de la historia del género negro. Giardinelli, Mempo. 1997. El género negro, Ed. Op oloop: Córdoba.
[11] Una teoría nihilista del lenguaje podría ser la consecuencia de las tesis sostenidas por el sofista griego Gorgias.
[12] Aproximadamente, esta secuencia se inicia en el minuto ciento trece de la película.

miércoles, 2 de enero de 2008

OCTAVIO PAZ Y EL FUEGO

La poesía es tiempo y arde
Octavio Paz


La palabra del poema aspira a decir lo que nadie puede decir. Este principio guía la poética de Octavio Paz. El lenguaje busca el intersticio y, en esa vacilación, obtiene el fuego de la poesía. La poesía es el lenguaje de una vacilación que anhela el retorno al caos anterior al lenguaje. Y esta búsqueda provoca, ineludiblemente, un retorno al silencio.

Múltiples fuegos anteriores inundan el surtidor de la poética de Paz. Es evidente que el romanticismo es el horizonte que acompaña la misma y la otra voz del mexicano. Para el romanticismo, el poeta, y no el científico, ilumina la oscura realidad y la luz arcaica del poeta proviene de la naturaleza.
Tempranamente adquiere reconocimiento Paz con sus primeros versos. En este tiempo, se inician, también, los temas que lo obsesionarán. El tiempo, el erotismo, el misterio del poema, el amor.
Estos ecos se bifurcan en las sendas del poema y del ensayo. Son dos vasos que se encienden incansablemente. Octavio Paz, lector atento de Thomas S. Eliot y de Ezra Pound, cree que la crítica funda la literatura.
Ezra Pound escribió: “A los quince años me propuse saber más que ningún otro hombre sobre poesía. Por supuesto lo de si era poeta o no era algo que debían decidir los dioses”.[i]
Octavio Paz cumple el dictamen de Pound en lengua castellana. Con los años, se convierte, junto a Borges, en uno de los principales ensayistas de la lengua española.
Luego del descubrimiento del imaginismo, sobreviene el mar del surrealismo. Lautremont, Breton, Eluard, Aragon y otros, configuran el mapa desde el que lee la ciudad de la literatura. Pero este mapa no contagia los procedimientos inmediatos de producción de poesía. Como dirá mucho tiempo después en una entrevista:
“En este sentido yo me siento surrealista, aunque desde otro punto de vista me siento muy alejado de la estética surrealista. Por ejemplo, la escritura automática... La practiqué en una época y por poco tiempo. Creo que la poesía es el fruto de la colaboración, o del choque, entre la mitad oscura y la mitad lúcida del hombre. Yo no hubiera podido escribir Blanco, Viento entero o aun Piedra de sol con el método de la escritura automática, aunque en esos poemas hay onirismo y automatismo”[ii].
En los años cincuenta irrumpió en su palabra el perfume y la miseria del existencialismo y de esa filosofía de la decadencia. Su propia palabra de poeta, perdió el deseo del encuentro con la prístina realidad. El mundo, como para otros intelectuales, se sumió en la atmósfera pútrida de la posguerra.
Hacia la década del sesenta, fue enviado como funcionario de la Embajada mexicana a la India. Ese destino se transforma no en mero exotismo sino en palabra de fuego y en la prosa furiosa de Vislumbres de la India.
Fascinado por la acumulación del pasado, como escribió Borges, el poeta contempla la ciudad desde El Balcón:

Quieta
en mitad de la noche
no a la deriva de los siglos
no tendida
clavada
como idea fija
en el centro de la incandescencia.
Delhi
Dos sílabas altas
rodeada de arena e insomnio

Por estos años se percibe la intromisión de la lingüística y de la antropología en los escritos heterogéneos del mexicano. En el ensayo Los signos en rotación escribió Levi Strauss o las fábulas de Esopo. Decir: hacer es un poema dedicado a Roman Jakobson:

Entre lo que veo y digo,
entre lo que digo y callo,
entre lo que callo y sueño,
entre lo que sueño y olvido,
la poesía.

La poesía es una transparencia que nace en el intersticio, es un instante que quema entre dos silencios. Blanco es un topoema, un poema extenso que se inicia en la nada y culmina en la otra nada. Es un texto que entrelaza tres fulguraciones: el sonido, el sentido y la forma visual. Como para Mallarmé, Blanco es para Octavio Paz un mundo verbal montado sobre el silencio del espacio.

Si el mundo es real
la palabra es irreal
si es real la palabra
el mundo
es la grieta el resplandor el remolino

La palabra del poema no solo oscila entre el sentido y el sentido, sino que también establece con el mundo un vínculo convulso, un juego de espejos, un continuo intercambio de entregas y pedidos. Si el mundo es real, el rostro del poema es un eco falso de lo real; cuando el poema es real, el mundo es un mero resplandor, una reverberación. Un remolino de sentidos ahoga y distiende las relaciones entre palabra y mundo.

El ritmo del poema no está dado por la métrica. Paz crea un ritmo desde el interior de las palabras como un juego invisible entre las sílabas. Escuchamos en La palabra dicha:

Lamenta la mente
de menta demente:
cementerio es sementero,
simiente no miente.

En el prólogo a La cifra, Borges estipuló una taxonomía de la poesía. La poesía es verbal o, contrariamente, intelectual. Según Borges, cada una de estas tradiciones ha creado sus acólitos. Paz, como el propio Borges admite, pertenece no a una única tradición sino que es el resultado del cruce insospechado entre las dos posibilidades. Sus textos estremecen por la inesperada sucesión de imágenes sonoras. Pero también, articulan conceptos extraídos de las múltiples teorías que habitan el orbe. Los poemas de Paz son piezas verbales compuestas por la azarosa aparición de sonidos-imágenes que crean una trama verbal y por la máquina de conceptos que sostiene, desde el fondo, esa trama.

John Cage propuso en 4 minutos 33 segundos una reflexión sobre el silencio. Su obra consistió en una acción (en un teatro) que permitía la discusión sobre la existencia del silencio. Ante una multitud, subió al escenario y se sentó frente al piano. Lo miró y no lo tocó. Todos esperaban la ejecución de una pieza convencional. Cage, indiferente, observó el teatro y sus convulsiones sentado, con sus manos apoyadas en las piernas. Después de 4 minutos y 33 segundos, salió del escenario.
Este músico de vanguardia escribió dos textos que completan su especulación sobre el lugar del silencio en la música: Silence y A year from Monday.
Octavio Paz, cautivado por la experiencia del músico, escribió Lectura de John Cage:

La música
inventa al silencio,
la arquitectura
inventa al espacio.
Fábricas de aire.
El silencio
es el espacio de la música:
un espacio
inextenso:
no hay silencio
salvo en la mente.

Paz escribe una poesía sensual conceptual. No como Platón, reúne dos mundos en la superficie insólita del poema. Los sentidos entregan el azar de las imágenes. El intelecto urde la trama que envuelve a las sensaciones. El lenguaje es él mismo imagen y concepto, azar y sentido, instauración y destrucción continua del significado.
Nietzsche ordenó: hay que eternizar al instante. Paz, guiado por el imperativo del alemán, concibió al presente como el tiempo absoluto del poema.

Dentro del tiempo hay otro tiempo
quieto
sin horas ni peso ni sombra
sin pasado o futuro
sólo vivo
como el viejo del banco
unimismado idéntico perpetuo
Nunca lo vemos
Es la transparencia.

La poesía es un instante, es la revelación del mundo en un instante. Es la celebración del mundo de las palabras en un instante. El mundo entrega su ser en la transparencia. El presente de la revelación del mundo es perpetuo. El tiempo de la poesía es un instante perpetuo. Escribe en Viento entero:

El presente es perpetuo
Se abren las compuertas del año
el día salta

El instante es un año. El año es un siglo. Un siglo es todos los siglos. La eternidad es un instante. Anota en Piedra de sol:

Todos los nombres son un solo nombre
todos los rostros son un solo rostro
todos los siglos son un solo instante

Fuego entre dos noches, el misterio de la poesía fluye en el agua de la página. El lenguaje, parpadeo del tiempo, abre los ojos del silencio. En El fuego de cada día escribió:

El poema se hace
como el día
en la palma del espacio.

El final de Decir: hacer enciende los ojos en la página. Un poema es una transparencia de palabras, una clara pausa de silencio en la oscuridad:

Los ojos
se cierran,
las palabras se abren.


El sentido es una puerta hacia el infinito. Los ojos cerrados abren la puerta. Las palabras vuelan en el aire.



Fabián Soberón








[i] Citado por Daniel Freidemberg y Edgardo Russo en Cómo se escribe un poema, Ed. El Ateneo, Bs. As., 1994.
[ii] Octavio Paz, Pasión crítica, Ed. Seix Barral, Barcelona, 1985.

BASHO Y EL VIAJE

Extraido de Vidas breves. 2007. Ed. Simurg: Bs. As.

Camina bajo la solitaria luz crepuscular. Las ásperas sandalias le astillan los pies. No lo salva ni del sol ni de la lluvia su atuendo escaso. La daga del aire le penetra los huesos y el cielo es un manto lejano y austero.
En Europa, Spinoza pule, lento y paciente, los futuros cristales de un telescopio. Entre las casas bajas y las calles de piedra, Vermeer pinta el rostro ubicuo de Delft. Frente a la aciaga estufa, Descartes piensa en la negación del mundo.
Nadie sabe que un hombre, hacia el final de sus días, recorre, en la intemperie de la tarde, el paso de Shirakawa. Nadie sabe que en el rojo horizonte del Oriente encuentra la milagrosa eternidad.
Basho camina. El vasto espejo de la montaña le devuelve su cara. Escucha, impertérrito, el frágil sonido de una laguna, el húmedo rumor del viento, la voz pausada de las hojas, el ciclo interminable de las noches y de los días.
Ha encontrado en el silencio de su mente el sonido de la naturaleza. Ha encontrado la cifra del tiempo en un instante.
Cada paso que da es la sombra de una palabra.